LA AMISTAD Y LA POLÍTICA

-por Marcelo Coronel-

 

Suelen circular opiniones, sentencias, aforismos, y otras clases de textos breves que proclaman más o menos lo siguiente: la amistad no debe ser contaminada o perturbada por la política. En esta idea están tallando los conceptos de tolerancia y apertura, a los cuales difícilmente alguien se oponga. Dicho lo anterior podríamos reflexionar sobre la amistad, cuáles son los ingredientes que la constituyen y la nutren, y qué nos permite pensar que puede ser inmune a diferencias profundas en el modo de sentir y pensar.

En los primeros años de la vida uno se hace, generalmente, amigos con cierta facilidad en la escuela, el club, la academia de inglés, la vereda (esto último cada vez menos frecuente en la vida actual de las grandes ciudades). Estas amistades ocurren de modo casi inevitable, ya que surgen en ámbitos de asistencia obligatoria, en los cuales niñas y niños pasan largas horas expuestos a similares experiencias, aventuras y desventuras. Son pasajeros ocasionales de un mismo viaje. No obstante, ya se advierte en esos años tempranos que no hay afinidad homogénea con todas y todos: casi nadie deja de tener «mejor amiga» o «mejor amigo». Esto continúa, más o menos así, en la secundaria y -con matices- en los estudios superiores, cuando los hay.

 

Con el paso de los años la vida laboral, familiar y contingencias de toda índole marcan a cada uno su rumbo. Ya no hay coincidencia física cotidiana en el mismo ámbito. Al desaparecer la causa del vínculo interpersonal inevitable, las relaciones acusan la pérdida, se atenúan, y algunas directamente se desintegran, quedando sólo un anecdotario juvenil, que se desempolva una vez cada tanto en reuniones de egresados de la institución tal o cual. El trabajo es a veces el ámbito donde se forjan nuevas amistades, de naturaleza algo diferente a las de la niñez y adolescencia.

 

Sin embargo, con algunas personas el vínculo continúa. Ya no se trata de relaciones impuestas por las circunstancias, sino de cercanías decididas, queridas, fomentadas. Sentimos el deseo de interactuar con aquéllos que coinciden con nosotros en la percepción del mundo y de la humanidad. El sentimiento de afecto, esa forma del amor que llamamos amistad, no florece en cualquier desierto, requiere que cada uno sienta necesidad de estar en contacto con el otro, en quien encuentra cosas con las que se identifica, trampolines para construir, entendimientos medulares para no sentirse solos frente a la agresión del mundo.

 

Las amistades que perviven y se mantienen más allá de los años de niñez y juventud, suelen ser mucho más profundas que aquéllas primeras. Porque el combustible que las mantiene encendidas está hecho de anhelos parecidos, de sueños parecidos, de dolores parecidos, de enojos parecidos. El encuentro con esos amigos es terapia, ritual y confesión. Una charla sobre cualquier cosa que nos esté desvelando es resistencia contra el desamparo que nos va ganando a medida que tomamos conciencia de lo trágico de la experiencia humana.

 

En la otra cara de la moneda, está la franca imposibilidad de sostener una amistad con quienes piensan y actúan antagónicamente, especialmente sobre asuntos de fuste como la solidaridad y la igualdad, por poner un par de ejemplos. Podemos (debemos) ser tolerantes, aceptar que existan otros puntos de vista aun cuando nos resulten ofensivos e incluso repugnantes. Pero no habrá, con seguridad, ningún deseo de compartir un segundo de la vida con quienes así entiendan las cosas -sobre todo las más sensibles-. Y por lo tanto la amistad, en tales casos, no tendrá la más mínima chance.

 

Rosario, 30/12/2018 - 01:17 hs.